La (des)motivación

Otro intangible del fútbol -también de la vida- es la motivación. Extra, nula, poca, mucha... Todos recurren a este resorte que empuja a los mortales, que les estimula más allá del deber profesional. En el caso del fútbol, esa obligación no es otra que la de ganar. Y además, es una devoción inherente a cualquier juego. La victoria tiene un componente lúdico. Otro es la diversión, claro. Pero nadie juega al parchís para pasarlo bien y perder. Y aún menos porfía como profesional del deporte, de forma indiferente, como si el resultado no fuera con él. Además de gozar practicando aquello que le gusta, al futbolista se le supone el afán de ganar, por devoción y por compromiso. Misteriosamente, no siempre es así.
¿Por qué los jugadores del Barça, por ejemplo, henchidos de títulos, siguen con su hambre intacta? ¿Por qué los del Valencia, que llevan años sin comerse un rosco -futbolístico, se entiende- transmiten de pronto esa inevitable sensación de que lo tienen todo hecho? ¿Culpa del entrenador? ¿Del presidente? ¿Del clima mediterráneo? ¿Del agua de Valencia? ¿De su luna lunera, cascabelera? ¿Del arroz en general, o sólo de la paella?
La indolencia mostrada en Mallorca por algunos jugadores, denota cierto grado de inmadurez. ¿Qué lleva hecho en el fútbol Dani Parejo -o qué copla le han cantado sus amiguetes de Madrid- para que su actuación del sábado resultara tan insustancial? ¿Qué cimas ha alcanzado Sergio Canales para jugar con tan vulgar racanería? ¿Con qué ideas preconcebidas aterrizó en Mestalla? Son sólo dos muestras de lo que no se da entre las contrastadas figuras del Barça. Allí son autoexigentes. Aquí, al más mínimo logro, reina la autocomplacencia. Luego, les pasa lo que les pasa.


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