@Pablogueado
Llevamos varios años en los que ser valencianista es poner a prueba el corazón, un corazón que se resiente muchas veces con los golpes, que padece, pero que siente los colores como ninguno. Un corazón “blanc i negre”.
Después de ver el partido del domingo pasado en Anoeta, era difícil sonreír. Siempre que se pierde lo es, pero más cuando se pierde de esta manera y ves que se podría haber hecho mucho más, que tienes capacidad para muchísimo más. Esto suele pasar después de una decepción, la decepción es un dolor tan intenso como duradero, un dolor de los que cuesta quitarse de encima.
Recuerdo el partido del año pasado ante el Depor, o los de copa… sales jodido, hablando en plata. Y siempre acabas preguntándote qué puedes hacer. La cuestión es que desde aquí poco puedes hacer, pero la verdad es que si lo piensas realmente un valencianista hace mucho. Es un “trabajo” diario, sin descanso, de toda una vida, y por el que a veces querrías poder hablar con los jugadores y demostrarles que lo haces por el club, también por ellos; demostrarles que tienen todo tu apoyo, que deben saber que estás ahí, que miles de corazones están ahí, y que es un esfuerzo satisfactorio, que llena como pocos, pero un esfuerzo enorme.
Al final, Paco Alcácer, Negredo, Mustafi, Gayá, o cualquiera de la plantilla, pueden sentir y saber que no están solos, que estamos ahí, pero realmente se pierden los miles de nombres con sus vidas girando entorno a algo que lo hacen por sentimiento, sólo por sentimiento. Creo que es momento de que entre tanta crítica, silbidos, aplausos, lágrimas y sonrisas vean que hay un sentido, hay un corazón. Este es el mío. Yo soy Pablo, un aficionado más, un enamorado más de este club desde que nací. No soy el ejemplo de valencianista, ni pretendo serlo, pero sí llevo una vida como valencianista, un ejemplo propio que se repetirá en miles de casas y voy a utilizar este artículo para que si por alguna razón alguien lo leyera, sirva como un ejemplo, un pequeño puñado de tierra de entre los cientos de miles que forman el alma de Mestalla. Si por algo de suerte leyera esta carta alguien en la plantilla sepa qué significa para mí ser valencianista y que esto lo multiplique por todos los que estamos a este lado del club a la hora de tomar decisiones, todo tipo de decisiones que influyan al Valencia.
Intentaré no extenderme demasiado, pero al hablar de una vida es difícil. Entiéndame quien lo lea. Si digo que me remontaré al día en que nací parecerá una exageración, pero no lo es, porque nací en el antiguo hospital de “La Cigüeña”, muy cerca de Mestalla. Y no nací allí por capricho, sino porque mi madre, muy valencianista y de carácter, estaba viendo un partido de copa, y el hospital más cercano era ese. No hubo nadie que tuviera huevos de convencerla para salir del partido hasta que rompió aguas en mitad de la segunda parte. Lo de huevos es algo que viene de familia. Mi abuelo ya iba todos los domingos a Mestalla, y seguro que estaba cansado después de trabajar en el campo de sol a sol. Todavía recuerdo que tenía el asiento cerca de la torre donde antes estaban todos los periodistas. Y desde muy pequeña iba mi madre a acompañarlo los domingos, atravesando toda la huerta, un buen paseo.
De entre todos mis recuerdos junto a mis padres, muchos son en Mestalla. También crecí en ese estadio. No recuerdo cuándo empecé a ir pero era tan pequeño que no aguantaba todos los partidos despierto, sino que me dormía en los brazos de mi madre. No entendía casi nada de fútbol, pero poco a poco te empapabas de ese sentimiento, te iba calando. Creces entre los nervios de muchas personas, el humo de los puros, el “uy”, el “me cague en la mare que l’ha parit”, aquel “ma que és roin!“, un murmullo que crecía cuando se lanzaba un corner o un campo entero gritando “burro, burro” a uno de negro que no lo hacía muy bien (el color ha cambiado, pero otras cosas no tanto). Al principio son esos detalles, pero luego empiezan a aparecer nombres. No sabes porqué, pero si la falta la tiraba Kempes todo el mundo se levantaba sin poder evitarlo, o sabías que si le hacían una entrada a Arias él que no se iba a quedar quieto… y sonreías; incluso hoy recuerdo un gol de Tendillo en el que se recorrió todo el campo desde la defensa, fue contra el Barça de un tal Maradona, ahí es nada. Para que luego digan que no es grande ser de este equipo. Y para colmo, estaba Pablo, un extremo que llevaba mi nombre y mi número, el 11. Yo no podría ser de otro equipo.
Para mí el Valencia es todo esto, pero también es recordar que fue la primera vez que vi llorar a mi madre, sí, cuando descendimos. Trabajando los dos de 6 a 9, capeando mil problemas que hacían que la vida fuera siempre cuesta arriba, pero sólo aquello les hizo bajar la defensa. Recuerdos aquellas lágrimas, aquel año en un destierro en el que Mestalla se volvió a llenar y los valencianistas demostramos porqué este es un gran club. Las siguientes lágrimas vinieron acompañados de una palabra que desde aquel momento tomaría peso en mi familia, cáncer. Fue implacable con mi tía.
Fuese mejor la vida o no, mis padres no fallaban cada domingo en Mestalla. Y al igual que como familia intentaban mejorar en la vida ajena al fútbol, también lo intentaron dentro del campo. Cambiaron de localidad varias veces, siempre a mejor, numerada descubierta, grada del mar (lloviera o granizara), varios años también en anfiteatro, hasta que consiguieron poder tener los pases en tribuna. Fue como haber conseguido un objetivo de esos que te planteas de pequeño. No era difícil localizarnos. Éramos aquellos tres que siempre entraban sonriendo desde que entraban por la puerta 8 hasta llegar a sus dos asientos (sí, solo dos). No te podías permitir un refresco en el descanso, y menos algo de comer, pero yo era el niño más feliz de todo el estadio. Y bueno, allí estábamos los tres, mi madre que no dejaba de gritar y se ponía más nerviosa que nadie, mi padre escuchando el partido en un transistor pegado a la oreja y yo, que me sentaba donde podía cada partido, tenía su gracia. Por cierto, no he dicho que mi padre era ciego. Ciego desde los veintidós años después de un accidente de trabajo. Y sí, puede dar fe mucha gente de que durante muchos años estuvo yendo, sin faltar un solo día, aquel invidente que sin poder ver ni una jugada comentaba cada ocasión, y nos decía antes que nadie a quién cambiaban o porqué habían sacado aquella tarjeta. Soy testigo de que a pesar de su tranquilidad pasaba noventa minutos en tensión, cantaba los goles como el que más, y se iba dolido a casa cuando perdíamos. También era el primero en sacarnos una sonrisa por el camino.
Mis padres fueron poco al cine, o al teatro. Más bien no eran de gastarse el dinero en salir por ahí, ya fuera a comer o cenar, o incluso un aniversario. Siempre estaban juntos, lo hicieron todo para dar todo lo que creían que era lo mejor a sus cuatro hijos, y el único lujo que se permitieron como tal fue el pase cada año del Valencia. Siempre juntos. En el 94 llamó de nuevo el cáncer a nuestra casa, esta vez se agarró a mi padre. Tenía buen gusto la puta enfermedad… Operaciones, quimios, radios, días ingresado, a veces semanas. Fueron cinco años muy duros en los que ves como se va diluyendo alguien a quien adoras. Era muy difícil ver como ganaba poco a poco aquel “bicho”. Perdía pelo, mucho peso, perdía energía y muchas noches lo oía tiritar tumbado sobre la cama e intentando ahogar los quejidos para no preocuparnos. Y a pesar de aquello, iba al campo siempre que podía. Durante los cinco años que duró la lucha se sacaron siempre los dos pases. Pudieran ir o no, era su forma de decir que seguían ahí, que no iban a poder con ellos.
En el 98 se agravó la enfermedad, iba ganando cada vez más terreno. Pasaba a veces varios días o incluso semanas ingresado, de nuevo operaciones de esas que lo único que dan es esperanza, pero no realidad. Y desde aquella habitación de la clínica Quirón que daba a Severo Ochoa seguíamos unidos a Mestalla. Si había partido ponía la radio, escuchábamos con atención cada jugada, y si el Valencia metía gol, me decía que bajara la radio y abriera la ventana para escuchar a su Mestalla cantando. Mi padre sonreía, y yo con él.
El 5 de marzo del 99 ganó el cáncer su partido. Nos quitó a mi padre, pero solo un parte. Lo curioso es que aquella temporada siguió teniendo un pase a su nombre. Y mi madre siguió yendo cada domingo a ver a su Valencia, eso sí, mucho más triste, mucho más seria.
Aquel 99 cambió todo para nosotros y también para el Valencia. Fue el año de aquella inolvidable final de copa en Sevilla. No pudimos ir a la Cartuja, pero estuvimos en Mestalla viendo en la pantalla el partido que todos deseamos. Yo fui con mi madre y varios amigos. Aquello fue el principio del nuevo Valencia, y también de nuestra vida, me permitió volver a ver sonreír a mi madre. Recuerdo como si fuera ahora, tanto el maravilloso gol de Mendieta, como ver a mi madre llorando y mirando al cielo diciendo que aquello también iba para mi padre. Es curioso ver qué cosas te hacen feliz en cada momento. En cada partido, cada victoria, cada título que vino después estaba mi padre.
Ha llovido mucho. Finales, volver a ser campeones… ganar o perder, daba igual, siempre estabas ahí. La final del agua, Milán, París, la copa del 2008. Personas que nos han unido más si cabe: Carboni, Anglomá, Villa, Mata, Benítez… Y mi madre siempre ahí. Cuando hablamos por teléfono hablamos más del Valencia que incluso de la familia. Pero bueno, es que el Valencia al fin y al cabo es nuestra familia. Estoy seguro que cuando pueda ir con mi mujer y mis hijos será un momento muy especial. Compartir con ellos cada sensación, cada sentimiento. Formar parte de ello, porque este es un sentimiento que compartes con quien amas.
Este año he vuelto a ir a Mestalla. Por desgracia no es algo que me pueda permitir, las prioridades mandan, pero mi madre ha tenido varios problemas de salud y me pidió que no dejara el asiento vacío. Ese asiento que tiene su nombre marcado y que le hace sentirse tan orgullosa. Ha ido cada partido hasta que el dolor ha sido más fuerte que ella, y eso ya es decir. Y la verdad, sabiendo todo lo que sé, y habiendo vivido todo lo que hemos vivido por este club, me jode (hablando mal y pronto). Porque el esfuerzo que hace un aficionado del Valencia no es de un día, ni de una temporada, es de toda una vida. Y donde no importan las enfermedades, ni que la vida sea una montaña rusa, o que tengas más o menos posibilidades. El corazón manda en este sentimiento, y nunca deja de ser “blanc i negre”. Muchas veces lo único que esperas realmente es ver en el campo el reflejo de tu esfuerzo. Sentir que se han dejado el alma en el campo por ti, como tú lo haces por ellos cada día.
Si yo fuera futbolista del Valencia, y supiera todo esto, sería un peso enorme a mis espaldas, pero entendería que eso es lo que implica llevar este escudo. Es una gran responsabilidad, un orgullo y también un privilegio. Espero que esto pueda llegar a alguien. Pero llegue o no, aquí sigo, como seguiremos todos. Apoyando y sintiendo al club que nos une a tantos, que nos identifica… nuestro club, el Valencia Club de Fútbol.
Valencia, 15 de febrero de 2016.
Fdo. Pablo Catalá.