Los paladines del resultadismo se frotan las manos. A sólo tres retortijones para la conclusión de esta convulsa temporada, ahora sí que ya sólo importa ganar. Como ayer. Los analgésicos goles de Soldado y Jonas garantizan la fase previa de la Champions y silencian los referéndums, pero no enmascaran el desafiante tañido de tambores de guerra.
Han bastado dos desastrosos partidos para desnudar las mal camufladas miserias del club y preconizar el advenimiento de un cambio de ciclo. El enésimo pitorreo de Llorente encontró al fin la réplica de un desconocido Emery, harto de tan hiriente retahíla de elocuentes silencios. Muy mal han de estar las cosas para que el vasco, sumiso hasta la exageración, rompa todos los guiones en una palpable demostración de que ya no hay marcha atrás.
El abatimiento que respira el valencianismo tiene muchos culpables. Del técnico no han calado sus planteamientos y lectura de partidos ni su mano tonta con un vestuario consentido. Los jugadores, no todos pero sí demasiados, han mostrado una falta de compromiso poco acorde con los desvelos de un club que sufre para pagarles. El último capítulo, del chistoso Banega, clama al cielo. Y tampoco Llorente ha allanado el camino con su permanente cortina de humo en torno al banquillo.
Llegados a este punto sólo tendría ya sentido la ruptura. Comprobada la falta de fe en su técnico, acertará el presidente al olvidarse de objetivos, por mucho que en verano sonaran a inalcanzables, y cerrar el trienio de Emery. Hace doce meses, en una situación como la actual, con la misma ausencia de empatía, alguien le convenció para no dar el paso y el divorcio se tornó en anuncio de boda por arte de birlibirloque. Pero que sepa Llorente que va a quedar a pecho descubierto. Fútbol es fútbol, y los mismos que abroncan al vasco recordarán sus logros a cada patinazo del sustituto.
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